"Una historia de amor musical"

Tres décadas después de que Freddie Mercury nos abandonara en cuerpo, hay que abrir una brecha entre artículos con datos no corroborados y películas sensacionalistas que captan nuestra atención con asuntos que el compositor prefería no airear.
Mercury no nos dejó. Al menos no a nosotros, quienes no le conocimos en persona. La mayoría lo hemos conocido después de su muerte y su música nos ha acompañado durante todo este tiempo. Mejorando nuestro día a día. Haciéndolo más «vivible». Y es que son tantos los recuerdos que deben su calidad a la música…
La música de Freddie Mercury puso a los críticos en una encrucijada. Difícil de encasillar, a veces. Nos enseñó a sumar sin perder nunca el carácter único de cada parte. Aquello que hace que una obra sea creación y no reproducción. A algunos nos dio una excusa para aprender a tocar el piano. Sin fronteras imaginarias en lo que respecta a géneros y estilos.
30 años con Freddie. Porque su música le ha puesto una banda sonora a nuestra vida. Nos ha sorprendido en la radio, al despertarnos para un día lleno de energía. Dentro del coche, en los atascos matutinos. Un paréntesis de calidad en medio de la rutina. También en momentos difíciles. En la salud y la enfermedad. Si es con música de Queen, la soledad tiene un sabor exquisito. Para gritar Tonight I’m gonna have myself a real good time… o limpiar la casa a lo I want to break free.
La arquitectura de los coros y acordes de Mercury no son más que la evolución natural de un canto a la vida que nuestra especie lleva entonando desde hace siglos. La búsqueda de la consonancia y la perfección: la armonía. No hay nada en Freddie que no exista en Bach, Mozart, Beethoven o Wagner. Ni musicalmente, ni en la persona. Cambian las épocas, los instrumentos y los ropajes. Pero admirar los matices de la voz de una soprano y sentir el éxtasis de una noche rockera en menos de 24 horas denota gusto por vivir. Vivir con gusto. Perseguir la excelencia cada minuto, todos los días del año y hasta que la muerte nos separe del azar cósmico que ha significado existir como seres sintientes en un parpadeo galáctico.
Freddie Mercury lo hizo. A su manera. Pero lo hizo. Con defectos y virtudes. Pero lo hizo. La próxima vez que su voz rompa la cotidianeidad, cabrá preguntarse si podemos hacerlo nosotros.
Si quieres conocer mejor la vida y obra del líder de Queen, así como su colaboración con la soprano catalana Montserrat Caballé, puedes leer el libro «Cuando Freddie Mercury conoció a Montserrat Caballé: Una historia de amor musical», que ha sido anunciado en el famoso blog de Queen aqueenofmagic.com.
Vayamos por partes: mientras Freddie luce el look melenero de los 70, ¡genial! Él, su pareja y su familia. Las expresiones, los movimientos, las relaciones y los personajes están bien definidos. El problema viene con el bigote… Desde que Rami Malek entra en pantalla con ese look ochentero (por cierto, inexplicablemente adelantado dos años), vemos a Malek, y no a Mercury. Sí, ya me diréis que ganó el Óscar y bla bla bla… También ha ganado hasta tres estatuillas Meryl Streep, y eso no va a hacer que me guste. Lo siento.
Durante la segunda mitad de la película están mucho mejor definidos los demás miembros de la banda: May, Taylor y Deacon (interpretado por Joseph Mazzello, el histórico niño de Jurassic Park). Una pena la falta de entendimiento con Sacha Baron Cohen, quien no solamente tiene los ojos más oscuros y un increíble parecido con el cantante, sino que además hubiera dotado a Freddie de una chulería, un descaro y un humor payaso más que necesario. Por cierto, productores de Hollywood: ¡existen las lentillas!
En la segunda mitad de la peli todo lo que gira entorno a la música (las grabaciones, los conciertos, la composición). Esto es de lo mejor que he visto en los biopics de estrellas. Al nivel de I Feel Good (Get On Up, 2014), sobre James Brown. Los montajes escénicos son impecables. Ralmente oímos cantar, tocar y ensayar a Queen. Por suerte, esa parte constituye el 50% de la película. Sin duda, su mejor baza. La culminación llega con el público del Live Aid en Wembley (1985). ¡Los pelos de punta!
Pero cuanto al personaje y a su historia, el gran público siempre pide etiquetas. Y no puedes etiquetar a quien huye de ellas (bueno, ahí hay una gran etiqueta, pero está demasiado explotada). El problema de simplificar personajes complejos y encontrar una lógica narrativa a cada capítulo de la vida de alguien, es que el personaje pierde fuelle en favor de esa misma narratividad. Los matices pierden peso. ¿Qué hacía Queen interpretando Fat Bottomed Girls en los EUA incluso antes de haber grabado Bohemian Rapsody? ¡Al gran público eso no le importa! Hollywood necesita hits. ¡No van a poner una canción que solo conocen los fans! ¿Y quién es Ray Foster? ¿Ver a Mike Myers («Austin Powers», protagonista de Wayne’s World, 1992) diciendo que los jóvenes nunca iban a escuchar Bohemian Rapsody a todo volumen es más importante que reflejar una historia real de odio hacia un (quizás todavía) intocable Norman Sheffield (historia de dónde salió la sublime, pero no tan conocida por el gran público, Death On Two Legs (1975)? ¿Y Por qué Paul Prenter aparece como el culpable de todos los males de Freddie y este no es más que un chico inocente y débil que se deja llevar por su mala influencia? Está claro que el gran público no aceptará a un Freddie corruptible, imperfecto, responsable de sus propios actos… Por eso Hollywood nos regala un protagonista carente de maldad.
El taquillazo está asegurado. Un éxito. Si con el paso del tiempo nos acordaremos de esta película o no, eso solo lo sabremos con el tiempo… De quien nunca nos olvidaremos es de Freddie. Del de verdad. Al que le traía sin cuidado si le iban a recordar o no. Después de todo, él ya no estará ahí para comprobarlo.
Eso sí, esta película hay que verla en el cine o con un buen home cinema. La fotografía y la música merecen una pantalla gigante y un buen sorround